Manuel Antonio, Costa Rica: una historia de amor

Paula Bonnet Sep 23, 2015

Después de recorrer diversos países del mundo, puedo decir con seguridad que sentada en la arena frente al mar en Manuel Antonio, Costa Rica, tuve una revelación única: me vino una sensación que no había sentido en ningún otro lugar.

“Todo el mundo debería visitar este parque nacional”, pensé. “A nadie le podría hacer mal y a todos les podría servir de algo”.

Manuel Antonio se encuentra al sur de San José, en la costa del Pacífico. Viajar en bus desde la capital a este pueblo no es tarea fácil: entre la humedad y las curvas, es importante mantenerse hidratado y tomar pastillas para el mareo si es que sueles tener problemas de este tipo.

Me hubiese gustado que alguien me advierta sobre este tema cuando tomé el bus en el Terminal Coca Cola de San José. Me habría ahorrado el sudor frío y las náuseas. Por suerte se trata de un viaje de dos horas nada más.

El pueblo de Manuel Antonio es muy pequeño y todos sus negocios cierran a eso de las ocho de la noche.

La mejor recomendación que puedo darles es que *no* se queden en el hostal que está al lado de la parada de bus.

El lugar es conocido por los locales como “El palacio de la cucaracha” y creo que se deben imaginar por qué. Después de pasar una noche allí aprendí que se trataba de un apodo adecuado.

¿Dónde sí quedarse? En Backpackers Manuel Antonio, a US$12 el cuarto compartido e incluye este delicioso desayuno típico:

Como llegué a la noche a Manuel Antonio, aproveché la mañana con mis amigas para recorrer y llegar al parque nacional. Lo primero que nos encontramos fue con una playa extensa, vacía y hermosa a los pies del pueblo.

Después de mojar los pies en el Pacífico, nos acercamos a un minimercado (el único del pueblo) para comprar comida.

En el parque nacional no se vende ningún tipo de alimento por lo cual es importante llevar algo de afuera. Nos decidimos por pan de molde, queso, pan, papas fritas de paquete y un té helado.

La caminata hacia el parque iba a ser corta pero en el camino encontramos hartos monos tití que jugaban en los árboles y los cables. De los quiltros a esto hay medio continente de diferencia, así que como buenas turistas tuvimos que parar y sacar fotos.

Ahora sí, próxima parada: parque nacional Manuel Antonio.

El lugar abre a las 7 y cierra a las 16. La entrada sale US$10 y para todo lo que ofrece este lugar en cuanto a flora y fauna, es una ganga.

Dentro del parque hay senderos rodeados de jungla que se pueden recorrer para llegar a distintas playas. Nosotras nos basamos un poco en nuestra intuición y dejamos que el camino nos lleve.

La verdad es que creo que nos perdimos y terminamos en una playa que en vez de arena tenía unas rocas gigantes. Inocentes como éramos, decidimos preparar nuestro almuerzo. No sabíamos que había playas infinitamente más hermosas y que en pocos segundos íbamos a estar a acompañadas.

Abrí mi mochila y saqué el pan de molde. Apenas el plástico empezó a hacer ruido me di cuenta de que un mapache se nos había acercado. Nos miraba fijo entre los árboles, camuflándose entre las gamas de marrón, mientras preparábamos un sándwich de cheddar y jamón. “Qué tierno”, pensamos.

Pan a la boca y de repente apareció una iguana. ¿Quién hubiese dicho que las iguanas parecen perros cuando hay comida cerca? Y luego, cangrejos. Y después, por supuesto, monos. Nuestro almuerzo tuvo un final abrupto cuando nuestros alrededores ya parecían un zoológico.

Decidimos seguir caminando y así fue como llegamos a la playa 2.

Es en este lugar que tuve mi revelación, que sentí que un viaje a Manuel Antonio vale. Y mucho.

Si les digo “oasis paradisíaco”, la playa 2 de este parque nacional es el lugar que ustedes imaginarán. Arena blanca, agua turquesa cristalina, selva verde, etc, etc…

¿Qué más agregar salvo que este punto en el mapa es ideal para disfrutar sin culpas o preocupaciones de lo bonita que es la vida?

Pudimos terminar nuestro almuerzo, tomar sol, bañarnos en el agua y hasta dormir una siesta sobre la arena. El lugar se llenó de turistas de todas partes del mundo, pero ¿qué importa? Nada más lindo que compartir la belleza de la naturaleza con gente que la aprecia y cuida. Como dicen los ticos: “pura vida”.