Llegamos a Iquitos en avión desde Lima. Aunque es accesible por río desde varios puntos del Amazonas peruano, con mi pololo ya sabíamos que íbamos a pasar al menos una semana en barco cuando partiéramos hacia Brasil, así que nos decidimos por volar.
La jungla impacta desde el momento que se pisa el suelo de Iquitos: la humedad y el calor son potentes, dignos protagonistas en una ciudad de más de 370 mil habitantes que está virtualmente aislada del resto de Perú.
Alguien nos había comentado que la mejor manera de moverse era por mototaxi, así que nos tomamos uno al centro.
No difiere mucho de una montaña rusa: la sensación de adrenalina y miedo a la muerte son constantes mientras el chofer se mueve por calles de barro sin bajar la velocidad ni un poco.
El mototaxi nos llevó a un hostal que ni vale la pena recomendar: digamos que salía muy barato y lo que ofrecía a cambio era igual de poco.
Al entrar el dueño nos intentó vender tours para ver delfines, manatíes y otros animales increíbles. Cuando se dio cuenta de que no estábamos tan impresionados nos ofreció sesiones de ayahuasca, la medicina amazónica que genera alucinaciones. Nos dijo que la podíamos tomar en la selva o en la parte de atrás del hostal, el chamán presta sus servicios a domicilio también.
Estábamos muy cansados para poder responder de alguna manera a esta propuesta.
Nos acomodamos en la pieza que compartíamos con cuatro personas más y nos dimos cuenta que nos esperaba una noche difícil: hacía mucho calor y no había ni ventilador y había mosquitos por doquier. Sabíamos que el repelente que traíamos de Chile no iba a servir de nada contra la manada de insectos.
Al día siguiente recibimos la primera buena noticia de nuestra estadía en Iquitos: no había agua caliente en el hostel. Genial, ya que no hacía falta.
Después de una refrescante ducha salimos a conocer. Quién hubiese dicho que a sólo una cuadra podíamos encontrar el inicio del Río Amazonas. Del otro lado de la rambla en la que estábamos parados se veía la selva, ese lugar misterioso y místico del que habíamos leído mucho.
Almorzamos salchipapas y cerveza en la calle y caminamos hacia el Mercado de Belén, una feria de verduras, carne y otras cosas que se encuentra flotando sobre el río.
Se trata de un lugar lleno de gente, entonces nos recomendaron dejar las cosas de valor en el hostel. De todas maneras no sabíamos en quién confiábamos menos.
Belén es todo lo que te cuentan y más. Está lleno de unos pájaros carroñeros negros que miden un metro y caminan por los pasillos o se posan en los techos. De vez en cuando consiguen pedazos de carne que caen al suelo. Y cuando hablamos de carne, no es sólo vaca: en Belén se venden hasta anticuchos de insectos, entre muchas otras cosas raras.
Hay incluso un pasillo donde se venden medicinas que curan hasta el cáncer. Comparten las estanterías con serpientes embalsamadas, ayahuasca, san pedro y otros productos psicodélicos que sólo nos atrevimos a mirar. Por suerte ahí también encontramos aloe vera, ideal para las picaduras de mosquitos.
De vuelta en el hostel comenzamos a conocer a la gente que nos acompañaba. Nos hicimos amigos de una pareja de argentinos que viajaban por Perú vendiendo artesanías en macramé. Habían dibujado la cara de Bob Marley en una pulsera.
También compartíamos el cuarto con una señora de Estados Unidos, rubia platinada, que tenía más de cincuenta años y para nuestra vergüenza le gustaba dormir desnuda, pero siempre se despertaba a las cinco de la mañana a hacer yoga.
Cenamos con un chico de Polonia que venía a Iquitos a escribir un libro. Se iba a pasar una semana con una tribu indígena que vivía en una zona sólo accesible en avioneta. Nos contó que no podía llevar nada ya que sus anfitriones no creían en las posesiones por lo cual estarían en su derecho si quisiesen quedarse con algo de él.
Los que nos llamaron más la atención fueron un grupo de franceses. Mientras nosotros cocinábamos sopas deshidratadas, cazuelas y pastas, ellos hacían pollo al vino, langostinos con salsa agridulce y muchas otras delicias más. No limpiaban la cocina del hostal, pero aunque sea dejaban rico olor.
Al día siguiente hicimos una excursión con la pareja de argentinos. En una lancha colectiva navegamos por el Amazonas hasta un pueblo cercano donde caminamos, hicimos un picnic y nos bañamos en el río.
Desde la costa a la distancia se veía Iquitos. Pensé que quizás lo extraño no era la selva, sino los turistas y locales que habitan esta única ciudad.