Estuvimos solo un día, llegamos casi de noche y nos fuimos al otro día. Veníamos con una amiga desde un tour que sale de San Pedro de Atacama y llega hasta Uyuni. De ahí tomamos un bus que, por 30 bolivianos (cerca de 3000 pesos chilenos), y luego de un viaje por altísimas montañas y caminos que bordeaban el vacío, nos dejó en la mítica y antiquísima ciudad de Potosí.
El terminal de buses está en la zona baja de la ciudad y ahí nos encontramos con un montón de alojamientos poco fiables y de bajo costo. Como la consigna en Bolivia es “lo barato cuesta caro”, preferimos asesorarnos y preguntamos en una oficina de información turística del terminal. Finalmente terminamos en una hostal bastante conocida llamada San Antonio, donde por 180 bolivianos (18000 pesos aprox.) dormíamos los dos en una cama matrimonial. Todo bastante cómodo.
Era un poco tarde y la altura me hizo sentir pésimo, no por nada es considerada la ciudad más alta del mundo, ubicada a más de 4000 msnm. Y parece que no fue solo la altura, también el agua potable me descompuso el estómago. Si van a Bolivia tomen agua embotellada, sino es posible que pasen pegados al baño un par de días. Al final pasé a una farmacia cercana, compré una píldora para el mal de altura (en Bolivia las farmacias venden medicamentos por píldora, estas costaban como 400 pesos cada una), y nos acostamos temprano porque mi cabeza iba a explotar en cualquier momento.
Al otro día salimos temprano a caminar. El centro de Potosí es fascinante. Esta ciudad se fundó en 1545, y era parte del Virreinato del Perú durante la ocupación española en Sudamérica. Con casi 500 años te podrás imaginar la arquitectura que teníamos a la vista. Enormes moles de piedra le daban cuerpo al centro de la ciudad. Pasamos horas y horas recorriendo cada rincón, cada pasaje escondido, cada recoveco del centro, sacando miles de fotos mientras nuestros pasos resonaban sobre los centenarios adoquines de aquellas calles.
A mediodía el cielo comenzó a amenazar tormenta. Era diciembre y la lluvia acá es típica del verano. Los truenos hacían temblar el suelo, y como estábamos a tal altura parecían sonar aún más fuertes. No tardó mucho en cumplirse la amenaza. ¿Has visto una cascada alguna vez? Bueno, la lluvia que nos cayó encima era bien parecida. Corrimos rápido hasta un restaurant cercano. En su interior, solo los turistas parecían sorprendidos con semejante tormenta.
Ahora no quedaba más que comer. Era hora de almuerzo, y por 90 bolivianos los dos comimos hasta decir basta. Pizza, ensalada, salteñas (empanada frita con diversos rellenos) y postre. Casi todo es muy barato en Bolivia, pero la comida me sorprendió. Si estas de mochilero por Sudamérica, te sentirás feliz con tu presupuesto.
Apenas la lluvia terminó salimos del lugar en dirección al Cerro Rico. Antiguamente era el yacimiento de plata más grande del mundo. Hoy, las agencias turísticas te llevan a recorrer el interior, donde aún se trabaja el metal, pero como había llovido tanto el tour ese día no funcionó. Igual fuimos en un taxi que salió súper caro y ni siquiera pudimos subir hasta el mirador porque había demasiado barro, producto de la reciente lluvia. Encontramos, entonces, una terraza más baja desde donde se veía toda la ciudad. El espectáculo era precioso. Miles de tejados color ladrillo parecían mimetizarse con los tonos de la montaña, aun húmeda, bajo el cielo gris que no conseguía opacar la postal.
De vuelta bajamos en un minibús que llegaba al centro. En él, decenas de mineros bajaron con nosotros por la módica suma de 1 boliviano y 50 centavos, que vendrían siendo como 150 pesos. ¡Así de barato! Llegamos abajo tipo 7 de la tarde, con un taco (o trancadera como lo llaman allá) que hizo el camino eterno. Me divertí escuchando las conversaciones de algunas señoras en lenguas nativas del lugar, vestidas con sus atuendos típicos. Eso es muy normal en Bolivia, pero sobre todo en Potosí, la capital multicultural del país.
Terminamos ese día en el lugar que nunca pensé que iba a visitar allá: el cine. Vimos “Ouija” que estaba recién estrenada y, como se había puesto a llover de nuevo, aprovechamos de guardarnos un rato. La película era aburridísima, pero la experiencia de entrar a un cine boliviano es impagable, sobre todo para un cinéfilo como yo.
A la salida ya no llovía. Miles de lucecitas de colores adornaban la plaza central porque era época de navidad. No sé si tendrán alguna obsesión con ese tipo de luces, pero es que TODO estaba abarrotado de lucecitas parpadeantes. Desde los marcos de las ventanas de los edificios colindantes, los árboles y el espacio aéreo de la plaza estaba también surcada con líneas de colores. Era un verdadero árbol navideño, y cientos de bolivianos disfrutando de ese espacio al aire libre. Una imagen hermosa que me hizo olvidar el dolor de cabeza, el mareo, el dolor de estómago y malestar en general. Definitivamente tienes vivir la experiencia de esta ciudad atrapada en el tiempo, donde conviven día a día todos sus pueblos originarios completa armonía.