Ir a Milán y no comprar ropa es como comer un hot dog sin pan. Pero eran los últimos euros del viaje y solamente podía mirar las vitrinas de las lujosas tiendas en la galería Vittorio Emmanuele II, ni menos, recorrer Buenos Aires. No, no es un error: la calle dedicada al shopping en Milán se llama Buenos Aires.
La idea era hacer couchsurfing, pero terminé alojando en un hostal más o menos retirado de las principales atracciones de la segunda ciudad más grande de Italia, pero que al fin y al cabo, resultó ser cómodo. Mi tren había llegado (raramente) a la hora a Milano Centrale, así que tras dejar las cosas en mi habitación, salí a recorrer la ciudad. Lo primero fue la Catedral de Milán, también conocida como el Duomo.
Aunque la entrada al Duomo es gratuita, puedes pagar por subir a las terrazas, a pie o por ascensor, desde donde puedes apreciar la ciudad en su esplendor, desde las 9 de la mañana y hasta las 6 de la tarde. Claro que las filas por entrar pueden llegar a ser eternas y, finalmente, abandoné la idea.
Al día siguiente volví más temprano, pero me encontré con un italiano tratando de tomarme del brazo para darme semillas para alimentar a las palomas, y aquí hay que tener ojo, porque primero dicen que es gratis, luego te piden dinero y realmente son muy insistentes, así que mi consejo es simplemente ignorarlos. No intentes decirles "no, gracias" en ningún idioma, porque te perseguirán por la plaza y terminarás amenazando/recibiendo amenazas de ir a la policía. Por lo que me contaron, claro, no es como que me haya puesto a pelear con uno de ellos a gritos en la calle porque no me dejaba en paz, obvio que no.
Pasado ese mal rato, me dirigí a la Galería Vittorio Emmanuele II en busca de mejorar mi suerte. La tradición dice que hay que pisarle, mejor dicho, poner el taco en el agujero donde se alguna vez estuvieron los testículos del toro y dar tres vueltas para tener buena suerte, o para volver a Milán, depende de quién te diga de qué se trata la tradición.
De ahí, las cosas mejoraron considerablemente. Bueno, al menos no volví a pelear con otro italiano, aunque me quedé sin ver "La última cena", en la iglesia Santa Maria delle Grazie. Eso, por mi falta de planificación, ya que hay que comprar tickets con anticipación para poder ver el muro sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial con el conocido cuadro de Leonardo da Vinci.
Pero sin desanimarme, intenté perderme en las calles de Milán, porque es la mejor forma de conocer la ciudad. Y me pareció que muchos edificios me recordaban a partes de Santiago. Claro, porque muchos de nuestros edificios emulaban la arquitectura con la que se reconstruyeron varias ciudades después de la guerra. Así, por ejemplo, me sentí como en casa, y hasta le tomé más cariño a nuestra querida capital. Ahí fue cuando después de mucho tiempo arrugando la nariz cuando algún extranjero me decía que Santiago era "muy europea" entendí a qué se referían con eso.
Siendo bien honesta, creo que lo que más me gustó de Milán fue esa semejanza con algunos de mis barrios favoritos de Santiago, mezclado con la cultura del "puccino" al desayuno, el espresso o el corretto, que es un espresso con algún licor como grappa o sambuca, aunque está lejos de tener ese encanto de Florencia o Venecia. Milán es mucho más ciudad que atracción turística, y tal vez por eso algunos italianos la consideran una ciudad "fea".
Para encantarse con Milán, lo mejor es recorrer el castillo Sforzesco, el aledaño Parque Sempione y de ahí comenzar el recorrido fuera del plano, aunque de una u otra forma, todas las calles llevan al Duomo... O al metro.