“Ni las personas que creen en el Cielo desean morir para llegar allá”, leí alguna vez en algo cuyo nombre no consigo recordar pero que sonó como una campana en mi cabeza cuando, a las 7 de la mañana, pasó a buscarme el furgón de Prodownhill Bolivia, una de las empresas en La Paz que, por US$80, te llevan a recorrer en bicicleta La ruta de la muerte, el camino más peligroso del mundo.
La hazaña parte temprano porque dura todo el día y debes estar muy fresco de mente porque la concentración es vital para no caer por un barranco desde 4.700 metros sobre el nivel del mar, durante un camino de 60 kilómetros en cuya vía, debido al ancho, no cabe más de un auto y medio. ¡Imagínate cuando vienen dos, uno de cada lado, o una micro y una tropa de ciclistas! He ahí el por qué del nombre del camino, donde, a pesar de que está asfaltado y en algunos tramos ya no permiten la circulación de vehículos, los accidentes son tan frecuentes que hace rato que dejaron de ser noticia.
Armada de valor, a las afueras de La Paz, junto al grupo debimos escoger las bicicletas para la hazaña, donde es vital, aparte de quedar cómoda, fijarse en el estado de las llantas debido a la capacidad de agarre de la máquina, sobre todo si necesitas frenar en una curva de no más de un metro de ancho, entre una montaña y el abismo.
Ya sobre la bici, te pasan los cascos, pero, además, es necesario llevar ropa de abrigo que no pese mucho para enfrentar el viento de la cordillera, e impermeable, porque a ratos vas pedaleando con toda la energía y en una curva cerradísima, de la nada, aparece una cascada.
Asimismo, sin mayor anuncio debido al celestial bullicio de los pájaros y el paisaje que te roba el aliento, aparecen los autos que, con el miedo, se ven iguales a los caballos del Apocalipsis, tanto, que en un segundo vi la muerte por culpa de una tremenda mariposa amarilla que se cruzó ante mis ojos: venía una micro, el guía gritó que nos apegásemos a la montaña y, distraída, perdí el equilibrio arañando el roquerío con un codo.
Sin embargo, la belleza del lugar, la adrenalina y la fragilidad que sientes metro a metro son impagables, al igual que la fraternidad que se da en el grupo a pesar de las diferencias lingüísticas, ya que éramos seis británicos, tres israelíes y una chilena. Cuando nos detuvimos por primera vez, después de una hora de pedaleo, nunca parecieron el agua más maravillosa y los chocolates más ricos.
Al final, en Coroico, un pueblo de paso perdido en la montaña, estaban esperándonos con una duchas calientes, asado de alpaca, cervezas y el furgón para volver a La Paz, más vivos que nunca.