Este viaje comenzó antes. Para ser exacto el día 23 de diciembre de 2013, en plena ola de calor que azotó a Argentina y que dejó un par de muertos producto de las altas temperatura. Yo había decidido hacer un largo viaje por tierra junto a Isabel, quien me hizo (y me hace) el aguante en esta (y otras) locura(s). Lo veníamos planeando con meses de anticipación, y comenzaría en la Estación de Retiro (Buenos Aires) desde donde saldría el tren a Tucumán, ciudad ubicada a unos 1230 kms de la megápolis porteña. Fueron 30 horas soportando una temperatura constante de unos 36 grados. Pocas veces he sentido esa sensación térmica que me tenía en una especie de sopor constante. Una vez arribados a Tucumán, la situación climática subía la apuesta, así que decidimos emprender viaje rápidamente hasta La Paz (Bolivia) para luego viajar hasta Arica.
En Arica permanecí cerca de un mes (aunque hubiese estado bañándome meses en esas playas que poseen aguas que superan los 18° en periodo estival) y aunque parezca irracional, logré conseguir un cupo en una camioneta que me dejaría en La Serena, donde –ahora si- comenzaba la travesía que quería compartir.
Sí, ese viaje en camioneta da para otra historia. Cruzar el desierto y ver como miles de tonos tierra le dan vida a ese paisaje es realmente sobrecogedor, como también lo son el centenar de animitas y camiones destrozados a la orilla de la carretera y que parecen decir, desde el silencio, calma.
Una vez que me junté en La Serena con mis nuevos compañeros de viaje, nos pusimos a planear nuestra travesía. La idea era recorrer cerca 1896 Kms en tres días (parando en Mendoza, Córdoba y Rosario) y de paso aventurarnos en la larga carretera llamada Ruta Nacional 7 que une a Buenos Aires con la cordillera. Teníamos cerca de 3 días para lograrlo y así mis amigos comenzarían en la capital trasandina sus esperadas vacaciones y yo volvería a mi rutina de estudio y trabajo.
Pero los primeros inconvenientes no se hicieron esperar. Nuestra ruta tuvo que ser cambiada a los pocos kilómetros, ya que las características de nuestro transporte (un auto de ciudad sin tracción) nos hacía imposible cruzar el paso fronterizo de Aguas Negras que une la región de Coquimbo con la provincia argentina de San Juan. Tal vez con un poco de maña lo hubiésemos logrado, pero preferimos prevenir una posible “pana” a mitad del viaje.
Nos desalentamos un poco pero no quedaba otra opción. Nuestra ruta debía cambiar y llegar hasta el paso Internacional Los Libertadores. Aunque debo reconocer que quedé un poco desilusionado por el cambio de planes (ya he pasado un montón de veces por ese paso), pronto el paisaje ayudaría a mi ánimo cuando las enormes hélices del parque eólico, ubicado en cerca de Ovalle, comenzaron a parecer en el horizonte. Por largos minutos miré en silencio las enormes aspas que le daban al paisaje un estilo futurista.
Mis amigos notaron mi asombro y eso ayudó a que la alegría llenara de nuevo el auto, además descubrimos que llegaríamos a Mendoza justo en la época de la Fiesta de la vendimia. Pensamos en quedarnos y experimentar una de las festividades más importante de Argentina, pero pusimos paños fríos a nuestro ímpetu y decidimos seguir nuestro camino.
Como los cambios de ruta nos habían retrasado, decidimos no parar hasta llegar a la frontera. Subimos ese serpenteante camino para llegar al Paso fronterizo Los Libertadores, era ya de noche y avanzamos a tientas, tan desconocido se nos hizo el lugar que después de varios kilómetros llegamos a un control donde un policía argentino nos dijo que debíamos devolvernos para hacer nuestros trámites de ingreso. Sin darnos cuenta habíamos cruzado la cordillera clandestinamente.
Tampoco era algo tan grave pero nos pareció divertido fabular con eso. Una vez hecho el trámite por fin logramos llegar a Mendoza donde pasamos nuestra primera noche y empezamos a disfrutar del sabor de la “muzza” en la pizza argentina junto a una birra o chela como le decimos nosotros.
La larga franja de cemento que recorrimos se perdía y tiritaba en el horizonte. Pasamos por San Juan y un montón de ciudades conectadas por esta extensa carretera que une la cordillera con el atlántico.
El paisaje se tornaba repetitivo, por horas no teníamos certeza si avanzábamos o volvíamos a pasar por esos extensos prados de monocultivo de soja. Era una postal inquietante ya que la belleza de esos prados coronados por un cielo azul, ocultaban el enorme daño que provoca los cultivos extensivos a la tierra.
Viajar con amigos ayuda a esto, a reflexionar a pensarse desde dentro. Tantas horas en un auto te hacen sentir en una especie de fraternidad y, en el caso de nosotros, pasaba por dedicarle largas jornadas a conversar del tema anteriormente expuesto, porque la naturaleza tajeada por lenguas de cemento y cultivos transgénicos se nos hacía presente y no podíamos eludirla.
Luego de casi 5 horas de mirar siempre el mismo paisaje por la ventana, cambió abruptamente. Nos acercábamos a las sierras de Córdoba, ese gran macizo rocoso que quiebra la horizontalidad del lugar.
Antes de llegar hicimos un alto y a esa altura del viaje ya habíamos sido abducido por costumbres argentinas: nos cebamos un mate y nos preparamos unos sándwich de milanesa con queso, fue un tentempié recuperador.
Cruzar las sierras es como atravesar un paraje prehistórico. No he tenido la suerte de conocer lugares como Australia o Nueva Zelandia, pero tuve la sensación de encontrarme en un tierra tan anciana como esa. Sin duda, las sierras cordobesas, deben ser uno de los lugares más bellos que me ha tocado conocer.
A la ciudad de Córdoba llegamos muertos, habíamos pasado casi un día adentro del auto y nuestros cuerpos lo sentían. Por eso decidimos darnos un gustito y tomar por una noche una pieza en un hotel que nos recibió con medias lunas y café, situación que se repetiría en el desayuno que tomamos antes de partir. Estábamos cerca de nuestro destino final pero quedaba más.
Una noche húmeda nos recibió en Rosario, en la ciudad de Fito estaba a punto de llover y eso nos alentó a avanzar más rápido. Claro que nuestro optimismo pronto decaería cuando nos tocó ver varios accidentes en la carretera. La lluvia fina y la velocidad nos presentaban un panorama que nos puso temerosos de nuestra fragilidad. Incluso todavía recuerdo el auto que nos adelantó y que pocos metros más allá tuvimos que asistir porque se había volcado, por suerte sus ocupantes contaban con cinturones de seguridad que les impidieron salir expulsados. No la cuentan dos veces.
Llegar a Buenos Aires en auto es como no llegar, esta capital en la que habitan más de 15 millones de personas poseen dimensiones que se salen de toda lógica y en auto nunca se tiene claridad si estás dentro o fuera de la ciudad, sólo la señalética te indica que te estás acercando.
Después de casi tres días seguíamos en el auto y Buenos Aires se abría a nosotros con una torrencial lluvia. Sí, había abandonado hace casi tres meses a esta ciudad con un calor asfixiante y ahora me dejaba empapado pero contento de haber cumplido tan largo recorrido.
Imagen CC Rafael Bravo
Imagen CC Pablo Flores