Historias de viaje: Dormir en un yate, más que un viaje "barato" toda una experiencia
Ok. Puede que "yate" sea una palabra muy lujosa para describir lo que realmente era mi habitación por las siguientes dos noches. Era más bien una de esas embarcaciones, pero de los años 70 u 80, llena de telarañas, electricidad por generador, con dos baños inhabilitados, porque no teníamos agua disponible. Pero era alojamiento gratis por dos noches, en plena Semana Santa, lo que, les advierto, es caro en tal vez, el 90% de los lugares del mundo.
¿Cómo llegué ahí? Cuando viví en Australia compartí dormitorio con Catherine, una inglesa a la cual visité el fin de semana de su cumpleaños, que coincidía con sábado santo. Mientras yo contaba los últimos pences (centavos británicos), Catherine quería celebrar sus 21 "a lo grande": en Cardiff, la capital de Gales. Su padre era el dueño de este yate/reliquia/bote, y decidimos dormir ahí y salir a celebrar en los bares de la bahía.
Pero no seríamos las únicas en el bote. Al par de horas de habernos instalado, llegó otro chico inglés, Chris, que compartiría el dormitorio/comedor conmigo ese fin de semana. Después de varias amenazas de violación y muerte logré entender que era sólo su "sentido del humor británico" y pude dormir en paz. Casi. La idea de tener telarañas justo arriba de mi cabeza me inquietaba, aunque no sé si más o menos que la idea de no tener un baño disponible en caso de mareo o urgencia de medianoche.
A la mañana siguiente, para la ducha de rigor, tuvimos que ir a un "Centro Recreacional", el que según Catherine quedaba "a 20 minutos caminando" desde el yate-reliquia. No sé cómo cuentan el tiempo en el Reino Unido, pero la caminata fueron más bien 40 minutos para llegar a una piscina con agua temperada, que costaba 6 libras, pero tenía ducha. Cuando decidimos volver al “hogar” y almorzar descubrimos que había una micro que nos dejaba en 10 minutos a apenas dos cuadras de donde teníamos "estacionado" el bote.
El almuerzo fue algo típico inglés: pescado frito con papas fritas, acompañado por sidra, sentados en la cubierta del yate. La banda sonora era “Happy”, de Pharrell Williams, que sonaba a todo volumen desde una lancha turística que pasaba cada 20 o 30 minutos. Al cabo de unas horas, el guía/conductor ya nos saludaba y hacía gestos. Hasta hoy, no logro escuchar esa canción sin recordar esa escena.
Esa noche llegaron más amigos de Catherine, seguimos bebiendo en el yate y, en parte, eso me hacía sentir como una especie de Paris Hilton en el Mediterráneo. Especialmente porque todo lo que había comido (y bebido) ese día lo había comprado alguien más por mí.
Al cabo de un rato, fuimos a un par de bares en la bahía, pero a esas alturas sentía que todo se me movía a mi alrededor. Asumí que era el exceso de alcohol, aunque más bien estaba experimentando lo que le llaman “mareo de tierra”, porque no logré sacarme esa sensación en unos tres días: donde fuera que me sentara, mi cuerpo había incorporado el vaivén de las olas, algo similar a la constante percepción de réplicas después de un terremoto, para que se den una idea. O sea, nada agradable. Pero al menos, ya puedo tachar eso de mi lista de “Cosas por hacer antes de morir”.
Imagen CC Richard Szwejkowski