Cuando avistamos el mar el acomodador del bus nos preguntó: ¿los dejo en la plaza o en la costa? En la costa dijo mi novia, como si hubiera vivido toda la vida en Cartagena (o Cartagena de Indias como me dice que se llama, con ironía, tal vez con ganas de haber podido llegar a Colombia en vez de a ese puerto olvidado por el tiempo). Dios mío, me dije, cuánta distancia habrá de la playa al centro de la ciudad. ¿Habrá hospedaje cerca barato? De la intriga pasé rápidamente al alivio al bajarme al fin, y notar como el mismo acomodador, mientras sacaba nuestros bolsos de la maletera, llamaba a un conocido, oriundo de esos lares, y le explicaba que no conocíamos un carajo el lugar y que buscábamos hospedaje. No hay problemas, dijo, síganme.
Quedaba a unos pasos de las olas, nada de mal le dije a mi novia, con cara de sorpresa. Toda esta calle para abajo, paralela a la playa (Avdas. Ignacio Carrea Pinto, Cartagena y Playa Chica), encontrarán piezas parecidas, pero ninguna tan barata como esta ($15.000), replicó el hombre, quien cuidaba las estancias mientras su dueña volvía de Santiago (como después nos contó). Aún así nos dimos algunas vueltas por la ciudad, subiendo y bajando por las onduladas y empinadas calles, que nos recordaron a un Valparaíso o Talcahuano en miniatura, pero sin resultados positivos. Tal cual como nos advirtió nuestro insistente, pero sincero recepcionista, todos los precios oscilaban entre los $18.000 y los $20.000, por lo que con la cola entre las piernas volvimos a sus brazos.
Era jueves 17 de Diciembre, a eso de las seis de la tarde, y pensábamos estar allí hasta el sábado y volver a Concepción (donde residimos) esa misma noche sabatina, después de hacer escala por Santiago. Antes claro, esperábamos durar y quemar la tarjeta dos o tres días, bañándonos, recorriendo la costanera, la arena y ver si podíamos aventurarnos a San Antonio: puerto industrial que queda a unos veinte minutos de viaje en bus ($400). Tal cual como imaginábamos previamente eran fechas perfectas para ir a la desconocida (aún para nosotros) y romántica Cartagena, uno de los puntos correspondiente al llamado litoral de los poetas. Si en otras fechas la capital entera se desborda en su playa, en Diciembre la situación no podía ser más cómoda, viéndose a lo lejos una docena a penas de grupos y parejas mirando el mar y los lugareños en sus casas y puestos de venta y comida (nadie más).
A pesar de unas quemaduras de más y el frío en las noches, debo admitir que todo lo demás fue alegrías; para qué hablar de los precios de comida, que por pareja abundaban en ofertas, saliéndote un pescado + agregado + mariscal + empanada o ceviche o pisco sour = no más de $3800 pesos por persona. ¿Todo en uno? preguntamos a uno de los camareros con caras de: quiero quedarme a vivir aquí, después de comernos también una palmera de $500 y una empanada gigante de luca y tanto; para qué hablar de la tranquilidad y las visualmente bellas visiones avistadas en nuestras largas caminatas, tanto por los cerros como por lugares históricos y miradores: como la estatua del Coronel Ricardo Santa Cruz Vargas o la de la Virgen de los Suspiros (poético nombre, poético y triste al notar los cientos de mandas alrededor de su subida).
Ya el último día probamos suerte en San Antonio que en resumen fue volver a una ciudad, un puerto hermoso, eso sí, que a la vista formaba en sus orillas una variada y pintoresca fila de embarcaciones típicamente chilenas, de graciosos y bizarros nombres y fauna que se encaramaba y acomodaba en sus rincones: gaviotas, pelícanos y una que otra bestia marina que no pudimos distinguir bien. Con pena vimos, claro, el Mall Arauco San Antonio, pegado a este complejo, el cual tapaba gran parte de la vista al pacífico y la subida al mirador: un monstruo bañado en estiércol de pájaros y sin cine en su interior (queríamos ver la última de Star Wars, para variar, y ni eso pudimos). Lo demás fue seguir la línea del tren, y volver a pie a la plaza de la ciudad para tomar una micro y disfrutar de nuestra última noche solos en nuestro cuarto.
A quienes quieran probar en fechas anteriores o posteriores al verano y quieran gozar de su tranquilidad y seguridad recomendaría hacer mismo viaje, sobre todo si lo que quieres es olvidarte de los ladrones y el barullo de la urbe, por unos días al menos. La gente además es nada menos que amigable, muy por el contrario a lo que podíamos pensar, pues todos nos guiaron por buenos lindes e hicieron nuestro periplo turístico más ameno. Ni siquiera cabe preocuparse por la temperatura del mar, pues para mi sorpresa era mucho más templada que en otras playas que conozco. Quise leer, besar a mi novia y comer bien, y lo logré. ¿Conoces Cartagena? ¿Tienes historias de allá? Déjanos tu comentario.