El noroeste argentino es un destino muy popular para extranjeros y locales. El cerro de los siete colores, la Quebrada de Humahuaca, Salta la linda… Los destinos increíbles son incontables, pero siempre hay rinconcitos escondidos que no tienen mucha prensa pero valen la pena conocer.
Iruya es uno de esos lugares. Con menos de 2000 habitantes, este pueblo de la provincia de Salta está ubicado a más de 2700 metros de altura sobre el nivel del mar.
Su geografía es llamativa: Iruya está asentado sobre la sierra de Santa Victoria, por lo cual el pueblo está lleno de pendientes y precipicios. Se camina cuesta arriba de forma constante, lo cual cansa y mucho. Las calles están empedradas y las casas parecen del siglo 15: son de adobe y con techos de paja.
El mejor alojamiento es el que ofrecen los locales en sus propias casas: algunos tienen cuartos listos para recibir turistas o dejan que la gente ponga su carpa en sus patios. Es además una forma ideal para compartir con la gente del pueblo y conocer cómo viven. La gente que ofrece estos servicios suele pararse en la plaza central o al lado del paradero de buses.
Otro atractivo de Iruya es que es difícil llegar. Salen buses desde Humahuaca a pocos pesos argentinos. Sin aire acondicionado y en micros no muy distintos a los de las escuelas, el viaje dura tres horas y transcurre en un camino de ripio, a la cornisa de un precipicio eterno.
Con mis amigas llegamos con mochilas enormes y una carpa gigante que pesaba mucho. El bus nos dejó a una cuadra de la plaza central del pueblo pero a mitad de camino ya no podíamos más con el peso y la altura. Con mucho esfuerzo seguimos e hicimos otro descanso en la plaza.
Esta sensación de agotamiento se repetiría a lo largo de nuestra estadía en Iruya.
Más ligeras de peso nos embarcamos en una caminata por el pueblo. Descubrimos un hermoso mirador (aunque todo Iruya es un pueblo-mirador) y un cementerio que, como todos los de las provincias del noroeste, nos deslumbró con sus colores. La muerte no parece algo tan triste en este lugar.
A la noche asistimos a una proyección del documental Río Arriba sobre la historia de Iruya. Fue dirigido por el bisnieto de un contratista de la industria azucarera de la zona. La película se muestra regularmente en el pueblo y se acompaña con el relato de músicos locales y danzas folklóricas.
Al día siguiente nos despertamos muy temprano para caminar hacia San Isidro, un pueblo ubicado a 8 kilómetros de distancia de Iruya, asentado sobre un cerro. Sólo se puede acceder a pie o a caballo y para llegar es necesario seguir un río que sale de Iruya.
El camino es hermoso pero se recomienda usar gorra y protector solar ya que la única sombra la proveen los cerros. La caminata tarda entre dos y tres horas y a veces hay que cruzar el río por lo cual tengan en cuenta que se van a mojar aunque sea un poco.
Llegar a San Isidro es mágico: el pueblo se ve sobre el cerro y para acceder hay que subir una escalera de roca. Con 350 habitantes y sin electricidad, la sensación de paz que se tiene al llegar, sumado al cansancio de la caminata, son invaluables.
El agotamiento y la altura no importan: Iruya y San Isidro tienen ese aire mágico del noroeste argentino que hacen que todo valga la pena.