Así amanece en el Salar de Uyuni, Bolivia. Fue un día de diciembre de 2014. Ese día empezó tempranito, a las 4 A.M. para alcanzar a llegar a la Isla Incahuasi, un perfecto mirador para el sol naciente. Cuando llegamos, el cielo recién comenzaba a mostrar los primeros colores de la madrugada. De fondo se escuchaban conversaciones en cien idiomas distintos, acompañadas del crepitar de la sal rompiéndose bajo los zapatos de los visitantes mientras subían hasta la cima de la Isla Incahuasi, entre centenarios cactus de hasta 10 metros de altura. Al llegar arriba, el sol tímido apenas se asomaba desde el horizonte, entre nubes que lo suavizaban. El aire puro que traía el viento nos revolvía el pelo, en calma. A lo lejos, miles y miles de kilómetros de blancura que se volvía incandescente a medida que el sol la tocaba. Dondequiera que miráramos, solo había sal. Parecía una plataforma sobre las nubes, allá arriba, en el cielo. Una eternidad de blanco. No por nada le llaman “El Desierto Blanco” de Bolivia.