Para las que crecimos leyendo cuentos de hadas y viendo películas de
Disney, encontrar al príncipe azul puede convertirse en algo súper simple: en todas partes hay un sinnúmero de posibilidades de encontrar "el amor eterno" y conseguir ese "vivieron felices por siempre". Especialmente cuando te vas de viaje: tu cabeza asume automáticamente que en ese destino encontrarás al hombre de tu vida.
Cuando estás solo y lejos de casa, todo es más intenso. Los extraños se convierten en mejores amigos en una semana, tu compañer@ de habitación del hostel es alguien que conoces "de toda la vida" aunque antes de ayer no sabías ni su nombre. Y con los romances pasa algo similar. Las cosas suceden tan rápido, que crees que la historia duró mucho más que lo que realmente fue. Pero el recuerdo queda para siempre.
Fue durante un desayuno en el hostel de Melbourne, Australia, que lo conocí. Estaba yo comiendo mis cereales con leche de soya cuando un tipo alto, rubio y con ojos de color azul intenso me preguntó si podía sentarse conmigo. No sabría decir que fue un flechazo a primera vista: eran las 8 de la mañana y tenía muchísimo sueño (nunca he sido una "alondra"). Después de lo que parecían cinco minutos conversando (casi 90 en tiempo real) quedamos de juntarnos media hora después para ir a un museo que quería conocer antes de tomar su avión a Tasmania. Para asegurarnos que nos encontraríamos intercambiamos números de teléfono y nos agregamos a Facebook.
Nos juntamos a la hora acordada y comenzamos a caminar rumbo al museo. Después de 30 minutos, llegamos y descubrimos que estaba cerrado, así que decidimos ir a una galería de arte que estaba muy cerca de ahí. Nos reíamos, compartíamos experiencias, nos contábamos cómo era que habíamos llegado desde el otro lado del mundo hasta esa ciudad, etc. Todo fluía naturalmente, hasta que frente a una exposición de fotografías antiguas se acercó y nos besamos. Fue casi mágico. Apenas nos conocíamos un par de horas, pero a esas alturas ya parecía cosa del destino que nos hubiéramos conocido. Lamentablemente, se acercaba la hora de su vuelo y tendríamos que separarnos. Antes de eso, pasamos a almorzar a un local de sushi en Chinatown y nos despedimos fuera del hostel con un beso breve en los labios, con una sensación entre que nos queríamos volver a ver y la angustia de no saber cuándo sería eso.
Imagen CC raider of gin
Una semana más tarde recibí un mensaje de texto: volvería ese fin de semana y quería que nos viéramos. La alegría fue inmensa. Pasé toda la semana preparándome para el reencuentro con este desconocido-ya-no-tan-desconocido. Llegó al mismo hostel donde nos habíamos conocido, y venía con un amigo (en algún momento del fin de semana, el amigo confesó que le había hablado toda la semana de mí y no le había quedado otra que viajar con él para conocer a "esta chica misteriosa", o sea yo, de la que tanto había escuchado).
Fuimos a bailar, a pasear por los parques, nos fuimos de copas, a un asado,... a todas partes íbamos de la mano, como si lleváramos juntos una eternidad. Pasamos juntos todo ese fin de semana, hasta que ese lunes nuevamente tuvo que partir. La despedida esta vez fue un poco más difícil y durante las tres semanas siguientes nos mandamos mensajes de texto del tipo "te extraño", "me encantaría verte", llamadas telefónicas que se extendían por horas... Hasta que decidimos viajar juntos. Nos juntamos en territorio intermedio: Sídney.
A esas alturas, habían pasado tres semanas desde la última vez que nos habíamos visto y parecía una eternidad. Arrendamos un auto y manejamos por la costa hasta llegar a Melbourne. Fue un viaje de tres días por playas y bosques, durmiendo a orillas del camino en medio de la nada, desayunando en el café del pueblo más próximo y parando a almorzar en las estaciones de servicio. Cuando llegamos a nuestro destino final nos embargó la nostalgia.
Imagen CC Jes
Sabíamos que terminaría. Salimos a caminar al atardecer por la orilla del río Yarra, nos detuvimos en un restaurante y nos sentamos a cenar y beber hasta que cerraron el local. Caminamos por horas sin querer que la noche terminara. Nos sentamos en el pasto, en silencio, abrazados, hasta que uno de los dos (no recuerdo quién) decidió abordar el tema de la separación.
"Veamos qué pasa". Esa frase que dice mucho sin decir nada. Tomé su reloj y lo puse en mi muñeca derecha. "Te lo devuelvo cuando nos volvamos a ver", le dije sonriendo. Lo usé un par de semanas y luego lo guardé en mi maleta. Aún está ahí.
Portada: Imagen CC James Jardine