Durante el verano llegué a vivir a la ciudad puerto y uno de los desafíos que me propuse fue trasladarme en bicicleta a todas partes, a pesar de la altura de sus calles, las que además están llenas de curvas cerradas y algunas todavía conservan sus adoquines como huellas de un pasado majestuoso durante la fiebre del oro (de ahí el apodo de “Joya del Pacífico”).
Sin embargo, a pesar que desde hace once años —durante febrero—, se realiza la competencia de descenso Valparaíso Cerro Abajo, una de las pruebas ciclísticas más reconocidas en el mundo —que este año ganó el eslovaco Filip Polc—; y que el metro permite subir las bicicletas los fines de semana, son escasos los porteños que prefieren este medio de transporte.
Miedo, quizás.
Por esto, como una forma de “domar” a la ciudad, traje mi bicicleta —de paseo, porque antes vivía en Santiago—y, provista de casco y bototos firmes, comencé a circular primero por el plan, donde las alturas son mínimas y el peligro solo está determinado por las curvas cerradísimas y la estrechez de las calles, por lo que es preciso ir bien atento al camino, más aún cuando se comparte sendero con buses y trolleys. Si se quiere turistear, es preciso subir a la vereda, aunque en algunas partes mide menos de un metro de ancho.
Luego, comencé a subir pedaleando al Museo Marítimo, que da cuenta de nuestra historia naval, en el Cerro Playa Ancha, donde la mejor opción, a pesar de la pendiente, es avanzar por el borde costero hasta la Caleta El Membrillo, para luego llegar hasta el Bar Roma y ahí seguir por Avenida Gran Bretaña, un paseo precioso gracias a la arquitectura inglesa de sus casas; hasta el Camino de Cintura, límite natural de Valparaíso donde se pueden ver unas hermosas quebradas cubiertas de enredaderas, las que indican el descenso natural de la ciudad hasta el museo.
Buen viaje y cuidado con los perros, porque la emoción de las bajadas es impagable.